Lovech.Bulgaria.2010
>> sábado, 24 de julio de 2010
No es la foto que mejor recoge a todo el mundo, pero sí una en la que se aprecia lo bien que lo hemos pasado en Lovech.
No es el mejor lugar del mundo, es pobre, plagado de mosquitos, de bichos, de campo...
Puede que sus carreteras sean pésimas, que abunde la población gitana y que el calor sea sofocante, pero de lo que sí estoy seguro es de que no me arrepiento de haber realizado un viaje como este.
Porque no han sido unas vacaciones. Ha sido un viaje a través de una asociación, de una ONG - Las Niñas del Tul - mediante la cual hemos servido de representantes de España, con otros cuatro países: Rumanía, Italia, Estonia y Bulgaria. Íbamos cargados de regalos, de detalles para todas las asociaciones, de ganas por difundir los preceptos de las Niñas del Tul y con ilusión por conocer toda la magia y el folklore de Bulgaria, un país con un encanto especial, ya sea por su alfabeto extraño o por su gente, amable y volcada hacia nosotros.
Nos hemos inundado de telares, hilares, trajes típicos, bailes y un sello de cada país que, cada noche, exponía una cena con sus platos típicos, juegos y curiosidades de su país.
La noche de España, ese Viernes 16 de Julio, logramos contagiar del espíritu español a personas que jamás creyeron que podrían bailar la primera de las sevillanas, comer chorizo al vino, beber sangría y rebujito y jugar al conejito de la suerte, ambientados por risas, risas y más risas.
Se siente uno muy humilde cuando, con una sonrisa y unas patadas en el aire, danzas un baile típico de personas que, con su mirada, bendicen el poder trasmitir esa alegría e ilusión, a pesar de estar en una realidad un tanto atrasada.
Amigos, sí, hemos hecho amigos. El roce más que nada ha estado con los italianos, cinco chicos maravillosos con los cuales hemos compartido gran parte del viaje, y alguna que otra, hasta parte de su corazón. No sabemos si volveremos a verles pronto, pero una cosa es segura, cuando alguien decida poner "pa-para americano" o "waka-waka", esbozaremos una sonrisa como señal de ese recuerdo que, engalanado de canciones, traspasa kilómetros y fronteras hasta llegar a una pequeña ciudad, Lovech, y aun hotel, donde su estancia infinita no tiene precio.
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