Ludopatía
>> martes, 5 de abril de 2011
Sota, caballo y rey.
Cuando llegan días, momentos, circunstancias donde toca levantar las últimas cartas, nombrarlas y tirarlas concienzudamente sobre el tapete de juego.
Para esa sensación de tranquilidad, bienestar, y a la vez veintemil explosiones internas que rebientan cada parte de tu cabeza. Esos sentimientos donde todo se ha jugado, se ha planteado y se ha cruzado definitivamente la línea de juego, o la de meta, depende de cómo se vea.
¿Algo más que decir, que hacer? ¿Miedo? ¿Demasiado valor? ¿Y ahora qué? Son las cuestiones que te planteas cuando comienzas la partida definitiva. Cuando te arriesgas, lees entre líneas a tus oponentes y lanzas miradas furtivas a tu otro yo, el que se empeña en quedarse acostado, calentito, abrazado a su peluche y al mundo. Pero hay otro yo que patalea, grita y te obliga a tirarlas, de golpe, con decisión. Ese yo que no se queda en zapatillas, que prácticamente vuela cuando quiere. Vuela, él es capaz.
Y ahí estás, observando el tapete, las cartas, los dados, la ruleta, tu vida. Ahí te hallas embobado, contemplando la jugada. Y de tantas cartas que tenías te quedas con tres. Has mantenido las mismas desde que comenzaste, en un lugar especial. Porque son las mejores para ti, esas tres. Y ahora sobre la mesa. Ahora se mezclan con las demás. Para muchos pasarán desapercibidas, para otros no, para ti será algo más.
Tres cartas. Tres.
Sota, Caballo y Rey. Y creo que ahí lo has dicho todo.
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