>> miércoles, 25 de agosto de 2010
Quizás el sentimiento de volver a tu pequeño y rancio pueblo después de haber estado de viaje, disfrutando a tus anchas y sin rendir cuentas a nadie no sea del todo agraciado para muchos.
Duele. Fastidia. Molesta. Asquea. Entristece.
Pero no sé por qué, cuando saco la maleta del coche aparcado en Mercadona, miro arriba y veo a mi madre asomada en el balcón, saludándome con la sonrisa de ver a su hijo tras tres semanas, me hace sentir que mi casa es el mejor lugar del mundo.
Y que rápidamente me abre abajo, subo el ascensor. Me miro al espejo y observo la cara de cansancio de tanto avión. Pero se abren las puertas del ascensor, salgo y allí está ella. Más guapa que nunca. Contenta por el simple hecho de verme. Y me abraza fuerte. Y esta vez no me molesta porque yo también la he echado de menos. Y me gusta esa sensación de protección y cariño.
Paso para adentro, y el olor de mi casa me hace estremecer. Es un calor especial, lleno de recuerdos y ganas de descansar. Que probablemente esa sensación dure un día, y al otro ya quiera volver a viajar, puede ser, pero lo que sí es seguro es que me gusta estar allí. Ese sitio del que nunca serás mal recibido.